Zurcando el pavimento a las tres de la mañana, en mi pequeña gran Suzuki (150), me percaté de algo raro: las calles vacías.
Es raro, para ser viernes. Normalmente a esa hora hay un sin fin de borrachos atiborrando bares, antros, licorerías y otros establecimientos nocturnos.
Además de los otros tantos en sendos automotores conduciendo temerariamente por la ciudad.
Y ella, nuestra enorme ranchería, se sintió extrañamente tranquila, para ser noche de viernes. ¿Quizá porque no es quincena?
Como sea, me sentí en la víspera de un apocalipsis zombie.
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